Desde hace siglos, quizás desde el inicio de los tiempos, la humanidad vive en un perpetuo estado de guerra.
Históricamente los imperios han batallado por causas incomprensibles, las ideas han ganado a los sentimientos y familias enteras han sido partidas por la mitad por el afán humano de la conquista y la supremacía sobre los demás.
Sin embargo, subyace bajo toda esa realidad, otro conflicto bélico que en su silencio se torna más peligroso aún que el que se ve. Las emociones mal gestionadas, tormentas interiores, las guerras contra uno mismo son la causa de miles de otros males que infectan nuestra sociedad.
La culpa no es más que otra emoción, como el miedo o la empatía. Tiene una vertiente que la hace necesaria, que nos aleja de repetir o realizar comportamientos mal encaminados. Pero la culpa mal entendida lleva a la frustración y a la destrucción propia e incluso de otros.
Ese sentimiento de culpa nos acompaña desde muy pequeños, desde que en nuestra educación se nos inculca la competitividad, la idea de que debemos superarnos constantemente a nosotros y a los demás.
Se nos enseña a aceptar el juicio constante, el externo y, sobre todo, el interno como parte de la realidad.
Nos han vendido que tenemos tantas obligaciones, que ya no somos libres de andar el camino de la vida. Nos cargamos en la mochila demasiados «tengo que» y cuando nos damos cuenta ya no queda espacio para los «quiero».
La guerra contra uno mismo comienza en la infancia, cuando no somos lo suficientemente listos, guapos, altos, populares o divertidos, y se va agudizando con la edad.
Debería ponerme a dieta porque aunque estoy sana no encajo con los estándares de belleza. Debería estudiar algo que odio porque si no lo hago, no tendré un futuro. Debería apuntarme al gimnasio porque aún sabiendo que lo detesto, es lo que todo el mundo hace por año nuevo.
Estamos en un momento del año en el que cargamos a pulso más requerimientos, más responsabilidades autoimpuestas. Y, dentro de unos meses, aparecerá la culpa.
Esa que nos dice que no hemos sido lo bastante buenos para cumplir lo que nos propusimos, esa que te susurra al oído tu mediocridad, la que te compara con el resto y siempre resultas perdedor.
La conviertes en el faro que ilumina tu camino y te dejas guiar por ella. Pero lo que no sabes, es que ese foco que crees que brilla para ti, te acerca peligrosamente a los acantilados de la autodestrucción.
Si te vieras como eres realmente, en todo tu esplendor. Si fueras capaz de mirarte con el amor que te mereces de ti mismo, con la autoestima correctamente equilibrada y sin el yugo que te colocas a diario, te aceptarías.
Aceptarías tus puntos de mejora y trabajarías en ello, pero además abrirías los ojos y descubrirías lo maravillosamente especial que eres. Verías que eres el ser más poderoso del mundo, porque nadie más que tú ostenta el poder de cambiar tu vida en cada decisión que tomas, en cada actitud que escoges, en cada paso del camino.
Serías libre de estudiar o pelear por el futuro que tú elijas. Libre para ponerte una talla 44 cuando el mundo entero te grita que la 38 es la correcta. Libre para alzar el vuelo y no obligarte a llenar el nido de polluelos.
Tu vida es tuya. Nadie caminará sobre tus huellas, nadie observará el paisaje con tus ojos. Entonces ¿por qué permites que otras personas te hagan sentir culpa por el sendero que tú eliges?
La culpa, como tantas otras emociones mal gestionadas, es una losa. Una o miles de piedras que te frenan, que te atan a una existencia que no es para ti. Porque si pesa, si duele, si oprime, ya sabes que no es tu talla. ¿Por qué sigues intentando caber dónde tu alma se esfuerza por respirar?
Liberarte de la culpa por aquello que no logras, es coger fuerzas para volver a intentarlo o, simplemente, para darte cuenta de que tu cielo es otro. Es pasar al otro lado de los muros y ser capaz de construir puertas dónde sólo había paredes imposibles de traspasar. Es encontrar la luz que debería iluminarte, en vez de guiarte por el faro equivocado.
Cada persona carga sus propias losas. Cada ser de este mundo libra su propia guerra. Una contra sí mismo, tan difícil de ganar que hay quiénes pasan batallando la vida entera.
Acéptalo. No, no eres perfecto y jamás lo serás. No eres tan guapo, tan listo, tan común como crees que deberías serlo. ¿Y cuál es el problema?
Castigarte por ello es aplicarte una pena que sabes que no mereces. Es la sentencia equivocada a un juicio en el que no te diste oportunidades. Es aplicar las leyes de otros cuando a ti no te representan. Es juzgarte por otras miradas, por otras almas. Es perder tu autoestima, tu esencia y dejarla diluirse en las aguas que otras personas navegan.