Desconozco si existe o no un complejo o síndrome con este nombre. De lo que estoy segura es de que si no existe, debería.

Lo veo casi a diario en las redes sociales, en los grupos de amigos, en el trabajo. Lo observo en la vida como una plaga.

En casi todas las empresas en las que he estado había, al menos una persona que, haciendo prácticamente nada, siempre parecía que vivía en el estrés más absoluto.

Controlaba los tiempos, los momentos para «hacer que hacía» y cubría el expediente sin que nadie se diera cuenta de la farsa. Y, ante la duda de sus superiores, desplegaba su cola cegando, con peloteo, victimismo o artimañas variadas, cualquier intento de juicio.

Vivimos en el mundo de la ostentación, de darle valor a lo que brilla, a lo irreal, a lo inalcanzable.

Antes éramos valorados por nuestros logros, por nuestro trabajo, por nuestra personalidad. Ahora el valor está en el que nos otorgan por lo que vendemos que hacemos, sea humo o no, por lo que contamos que somos, sea cierto o engañoso, por lo mucho que se nos ve, aún siendo un precioso envoltorio vacío.

Estamos inmersos en la era del aparentar dejando de lado el ser.

Da igual que no seamos los más listos, los más hábiles ni siquiera las mejores personas. Se premia al que mejor despliega sus alas y más veces se deja ver paseándose en toda su gloria con ellas.

Eso trae consigo un sinfín de frustraciones y un millón de injusticias. Quizás el mejor profesional no sea el de la cola más colorida, ni el más grande, ni el más vistoso.

Tal vez sea ese en el que nunca te fijas, porque las alas del que alardea te tapan su magia.

Pero crecerá y aprenderá que en el mundo lo importante no es ser si no parecer y crearemos una realidad basada en la apariencia y la ostentación.

Las alas son sólo un modo de decirle al mundo «eh! Estoy aquí, miradme!». Y el mundo se gira y observa, boquiabierto el espectáculo de colores que presentamos.

Pero, ¿qué ocurrirá cuando recojamos la cola? ¿Cuándo perdamos el plumaje y sólo quedemos nosotros mismos?

Vivir valorándonos únicamente por el valor que nos dan los demás, es condenarnos al fracaso. Vivir fijándonos únicamente en quién reclama la atención constante es perdernos más de lo que podemos permitirnos.

Si todo tu ser, toda tu esencia está depositada en pavonearte ante los demás y esperar aplausos, no por lo que haces sino por lo que aparentas ¿Cuánto tiempo durará el engaño?

Si has decidido dar valor sólo a aquel que se luce más que el resto, sin importar lo profesional o efectivo que sea, ¿qué tipo de liderazgo ejerces?

Mostrar nuestra mejor cara e intentar ser visibles en un mundo repleto de profesionales es lícito y es una meta lógica.

Sin embargo centrar más esfuerzos en aparentar que en hacer es una enfermedad de nuestros días, que debería ser erradicada.

Mientras se premie a alguien simplemente por lo vistoso de sus colores y la maravilla de su cola, las organizaciones están destinadas al fracaso.

Si todo lo externo no va acompañado de trabajo, esfuerzo y mejora continua, ¿qué queda tras el disfraz?

Sólo un pollo al que le tocó en suerte una mejor vestimenta. O peor aún, uno que se avergüenza tanto de lo que es que necesita cubrirlo de mentira y aditivos para falsear su realidad y ser valorado por lo que nunca será.

Deja de enorgullecerte por las miradas que consigues, las admiraciones que despiertas a tu paso y sigue caminando.

Para ya de permitir que el brillo de otros te ciegue y abre los ojos al verdadero valor que tienes en tu organización, vaya en frac o en zapatillas.

Sigue creciendo, con o sin plumas. Porque el que no crece, no valora, no aprende está condenado, sin duda, a la extinción.