Era mujer, sí. Podría haber sido un hombre, pero no lo era. Podría haber trabajado en casa, entre sus cuatro paredes construidas de amor y seguridad, pero eligió el mundo real. Ese que es tan salvaje que en un instante das un vuelco en la cadena alimenticia, y pasas a ser presa cuando hasta entonces vivías ajena a los depredadores.

Verdugos, que persiguen sin descanso a su víctima, que la señalan y asfixian hasta que no queda aire que respirar, se lavan las manos cuando ganan.

¿Cometió un error? Seguramente no. Confió en quién era su pareja, ese fue su único fallo. Y ¿lo es en realidad?

La falta fue de él, alguien que al parecer se dejó vencer por su ego y decidió que aunque ella estaba ya lejos de su alcance, seguía siendo de su propiedad. Ella, su imagen, su intimidad.

Quizás no habría ocurrido si hubiera sido un hombre. Puede que sí. Solo que no importa.

Lo que importa es que una persona se ha quitado la vida. El vídeo que circulaba de ella, que se había convertido en el tema principal de sus compañeros de trabajo, pudo ser o no el motivo de su decisión.

Y da igual que lo fuera o no. Lo que cuenta es que ese video existía y que pasaba de mano en mano como los cromos que los niños cambiaban antes en los patios del colegio.

Era la intimidad de otra persona. Era la dignidad, el cuerpo, la vida. Era la vergüenza, la rabia, la frustración y era el juicio.

El juicio constante que nos permitimos ejercer sobre otros por sus acciones. Como si nosotros fuéramos mejores, más dignos, menos sexuales, más listos. Pero no lo somos, porque cuando algo así ocurre, todos los demás estamos en riesgo.

Lo que la sociedad permite como normal, lo que jalea como animales, lo que hace sin pararse a pensar en las consecuencias, lo que se elige aún sabiendo que está mal, pone a todos los humanos en peligro.

La culpa no es de la tecnología, ni de las redes sociales, ni del WhatsApp. No importa que ahora compartir información sea más fácil, más rápido o más anónimo. La clave está en las personas.

Las que ante una decisión, optan por el mal, porque es más aceptado que el camino correcto. Las que deciden seguir la rueda en vez de romper la maquinaria que está enterrando a otro congénere.

Me resulta indiferente que Verónica se suicidase por el vídeo, o por otro motivo. Tendrá distintas consecuencias legales, morales y éticas. Pero lo que me da miedo es que el vídeo corriese como el torrente de un río, y ahora, como en Fuenteovejuna, nadie clavó el ataúd de la vergüenza que fue el motivo principal o la gota que colmó el vaso.

Nadie lo hizo, o lo hicieron todos. La responsabilidad compartida siempre es menor.  «Yo lo hice, pero tú también y así los dos nos sentimos menos responsables.»

Pero no lo sois. Compartir responsabilidad no la reduce, no la cambia. Ambos sois cómplices y conocedores de que lo hecho estaba mal.

Pararse a mirar

Su caso, como el de tantos acosos personales, escolares y profesionales, habría pasado desapercibido en la marabunta de noticias electorales. Pero ha ocurrido ahora, en un momento en el que los ojos de los depredadores vuelven a estar atentos para llenar sus estómagos y los de sus espectadores.

Verónica vuelve a ser noticia, cuando lo que deseaba era la tranquilidad de una vida anónima. Y se habla de machismo, de la maldad intrínseca de los hombres por el hecho de poseer cromosoma Y.

Y esa es la sociedad en la que vivimos, la que hemos creado. Un mundo en el que consumimos todo lo que nos sirven, en el que hemos dejado de plantearnos que puede haber otro camino, otra realidad. Una en la que el malo no siempre es el sexo opuesto, la raza diferente o la ideología contraria.

La maldad, como la bondad, está también en el igual. En el que hace todo lo necesario por pertenecer al rebaño, en el que se deja arrastrar por la mentalidad de grupo olvidando el individualismo, el que no se atreve a dejar de comulgar con las ruedas de un molino que sabe que no funciona como debería.

La maldad, la ira, la venganza no son propios de un sexo. Son parte de la esencia del ser humano. Pero hay humanos y humanos. Hay límites en algunos y en otros, el odio que hace que todo valga.

Murió. Se quitó la vida. Y es importante. Pero lo vital es darnos cuenta del tipo de seres en los que nos convierte su muerte. A todos. A la sociedad. A la raza humana.

Verónica era una, nosotros miles. Teníamos el poder, la fuerza, los mecanismos, la voz para parar su situación. La suya y la de tantas otras personas que aún no se han rendido.

Y no lo hicimos. No lo hacemos. Y eso nos hace a todos culpables, en mayor o menor medida de lo ocurrido.

Si ves a una persona sufriendo bajo la suela de quién se cree superior, y no intervienes. Si una persona llora a tu lado en el tren, y prefieres observar el paisaje mientras la escuchas sollozar. Si tu colega de trabajo pasa un mal momento, pero decides cumplir tu horario e irte sin mirar atrás. Si tu pareja está constantemente triste y preocupada, pero no preguntas porque también tú tienes tus problemas. ¿En qué te conviertes?

¿Quién tiene la culpa de llegar a ese límite, a ese tope en el que la vida se escapa del cuerpo y la mente piensa que ya no hay motivos para seguir?

Despreciamos el poder que tenemos de ayudar, de apoyar, de ser el poste en el que alguien se ancle cuando el suelo desaparece y su eje se tambalea. Es mejor vivir mirando hacia delante, corriendo para llegar a esas metas ficticias que nos imponemos.

Como los burros a los que se colocan anteojeras para que no se distraigan, cabalgamos por la vida a pesar de lo que ocurre a nuestros semejantes. Es más sencillo cerrar los ojos que ver e intervenir.

Pero la vida, la verdadera vida, la que importa, no está delante. Está en el valor de mirar, observar y dejar de obviar el mundo. Está a tu lado.

¿Cuántas veces miras alrededor?