«¿Qué es la normalidad?», le preguntaba Mafalda a su madre, a lo que ella le respondía «Un escondite lleno de gente rara».

Y así es. La normalidad no es más que un estado inexistente. Una línea divisoria imaginaria, pintada por aquellos que nos quieren iguales, en masa, controlables.

Lo sabemos, o deberíamos, y aún así pasamos la vida luchando por conseguir aquello que nunca ha estado a nuestro alcance. Vivir escondidos, mostrando la cara social y encubriendo la real. Para no ser juzgados, para caminar entre los demás sin ser vistos.

Y si nos ven, que nos acepten, que se den cuenta de que estamos dentro del círculo de tiza desde donde unos se permiten señalar a otros. A los que son libres, a los que se aceptan, se quieren y tienen la valentía de no ceñirse a la estandarización.

Pero la falacia de la normalidad va más allá.

En pleno siglo XXI hay quienes siguen viendo como bichos raros a dos personas por amarse a pesar de compartir género, quién cuando mira otros ojos, no ve el alma si no el color de la piel que los rodea, personas que cuentan cromosomas en vez de sonrisas y aquellos que juzgan lo externo como si ahí habitase la esencia.

Y mientras el amor, el color, la raza, la edad no llegan a alcanzar la normalidad, hay miles de otras situaciones que pasan desapercibidas.

Se han vuelto tan rutinarias que las convertimos en normalidad cuando jamás deberían haber alcanzado dicho status.

Y ya da igual. Porque es normal que los hijos manden sobre los padres, que una pareja se grite en la calle, que tener empleo sea una suerte de tal tamaño que hay que callarse y vivir de rodillas.

Mientras tanto, las noticias se llenan de odio, los videojuegos de sangre, países enteros de guerras  y millones de persona del peso del hambre. Todo normal. De tanto verlo, ya no afecta, no apena, no genera sufrimiento.

Y nos hablan de normalidad. A ti, a mí. A quiénes somos conscientes de que lo normal debería ser otra cosa.

A quiénes vemos el mundo y nos damos cuenta de que lo que lo convierte en maravilloso es la incontable variedad de colores que lo pueblan.

A aquellos que vivimos en una realidad teñida del gris que nos han contado que es lo bueno, lo decente. Pero que, cuando encontramos a alguien que brilla de mil tonos, nos aferramos a ese alma.

Si ser normal implica cerrar los ojos a realidades, dar la espalda a diferencias y acatar como ley lo que nunca debió serlo ¿merece la pena?

Pero somos cómplices, porque seguimos luchando por formar parte del círculo, bien considerado, querido y aceptado. En el que ya que todos mienten, su falsedad se convierte en verdad absoluta.

Mientras perpetuemos esa realidad, nada podrá cambiarla. Darle la vuelta al cuento es cuestión de muchos, de miles. De todos los que creemos que no se puede juzgar el amor, que brillar es el único modo de vivir y que, desde luego no hay nada de normal en el odio y la violencia.

Si la normalidad es el escondite de miles de personas raras, es el momento de empezar a considerar la rareza, la diversidad como un beneficio, y no como una tara.

El mundo necesita un cambio a todas las escalas. Social pero también laboral.

Porque, ¿cuándo se convirtieron en normales las horas que eran extraordinarias?

¿Es normal que se premien actitudes de toxicidad en el área laboral, e incluso se potencien en pos de la competitividad?

¿Puede ser normal que las personas seamos condideradas únicamente como pérdidas o ganancias? ¿O que el salario emocional sea inexistente en el mercado laboral actual?

No. No lo es. Sin embargo es el pan nuestro de cada día, hasta el punto de que hemos dejado de cuestionarlo. El miedo tiene esa trampa. Cuando pierdes algo muy valioso haces lo que sea para recuperarlo, aunque en ello pierdas más de lo que puedes permitirte.

El temor al desempleo, a la pérdida de poder económico, a no poder dar a los nuestros lo que deseamos, nos ha vuelto sumisos. Aceptamos ahora lo que jamás hubiéramos tildado de normalidad antes. Y hemos caído en el engaño.

Es peligrosa esa condescencia, esa aceptación tácita de una realidad que por absurda que sea, se ha convertido en norma.

Ver como lógico lo que no lo es, empequeñece nuestras miras, nos coloca de nuevo unas gafas con las que no podemos ver y perpetua ese mercado laboral que debió haberse extinguido hace mucho.

Pero existen ellos. Los raros, los que ven esta existencia de otros colores, los que borran la tiza del suelo y deciden que la normalidad es algo diferente a lo pautado.

Ellos que generan negocios éticos, morales, cuyos salarios emocionales los hacen incontestables. Ellos que luchan por ser diferentes en un mundo que quiere cortarles por el mismo patrón.

Gracias a ellos, que se colocan al frente de empresas, que llegan a cargos para los que nadie les suponía capacitados, el mundo tiene una oportunidad.

Pinta el mundo, como ellos, de colores, permítete pensar diferente, sé crítico, raro, caótico, deja de aceptar lo que siempre ha estado mal.

Tenemos la obligación de quitarle la fuerza que le otorga la normalidad a cada una de las situaciones que queremos cambiar.

Aquello que aceptamos como normal, se vuelve inapelable, pero sacándolo de su escondite es vulnerable al cambio.

Yo no quiero personas normales, quiero esas que me hacen vibrar con su sola presencia. No quiero momentos normales, los deseo de los que atesorar para siempre en mi retina.

Digo no a las empresas normales, me quedo con las que dan uno o mil pasos para ir más allá. Las que crecen al ritmo de desarrollo de quienes la forman y se hacen grandes porque ayudan a sus empleados a volar.

Prefiero millones de esas rarezas mágicas a la aceptación de una normalidad que no aporta, que no suma.

Tú, como yo, como todos, marcas lo que es normal y lo que no debe serlo. Ese es tu poder.

Elije bien como usarlo.