Vivir implica muchas cosas. Caminar en este sendero que es la existencia obliga a aceptar muchas realidades, nos gusten o no, lleguemos a plantearnoslas o las acatemos sin más.
Siempre habrá un primer mundo y otros que no tienen la suerte de estar en él. Nada acabará con las guerras. Hay ricos, hay pobres. Hay personas que suman, que aportan y otras que no, que pasean por el mundo llenas de toxicidad. Es políticamente incorrecto, pero también brutalmente cierto que existen ciudadanos de primera, de segunda, de tercera y de cola.
Debemos acatar que hay poderosos que orquestan las sintonías con su batuta y otros que únicamente podemos decidir si tocar o no, pero nunca qué pieza extraemos de nuestros instrumentos.
Hay realidades que son tan perennes que no nos planteamos y, si lo hacemos, es únicamente para convencernos de que nada se puede hacer para cambiarlas. Pero, ¿es cierto?
Venimos, históricamente, de unos países separados en estamentos. No hace tantos años que el clero, la nobleza, la aristrocracia y el bulgo eran la perenne realidad de nuestros antepasados. Y eso ha cambiado, aunque quizás no tanto como querríamos pensar.
Porque entre todas las realidades que debemos aceptar desde nuestro nacimiento hay una que hace que las desigualdades desaparezcan. Hay una que convierte al noble en parte del pueblo, que equipara al rico al pobre, que pone a cada persona en el lugar que debe estar independientemente de sus derechos adquiridos y de su procedencia. La justicia.
Esa a la que pintan ciega porque no ve quién eres, ni lo que tienes, sólo los actos que te han llevado a su presencia. La dama valiente que con una balanza marca la distancia entre lo recto y lo erróneo y señala con su dedo a quién desequilibra el peso.
Su ceguera es garantía de imparcialidad, pero no está sola. Los humanos son su herramienta, la única de la que dispone. Nosotros, que somos imperfectos, subjetivos y parciales. Nosotros que, corrompidos por el poder, nos creemos con la potestad de gritar en su nombre aquello que sólo sale de nuestra ideología.
 
Ella no puede elegir, por eso en su mutismo se van haciendo fuertes quienes, en pos de una justicia que sólo es justa para unos, reparten veredictos basados en presiones, deudas o favores. Se prima la conveniencia, las consecuencias positivas o negativas de una decisión judicial.
La profesión de juez es una de las más complicadas por las implicaciones que tiene en la vida, no sólo de aquel que es juzgado, si no de todo su entorno y de la opinión pública que sigue las huellas que el caso les va marcando.
Precisamente por eso, es tan importante que sean ciegos y quizás también sordos. Es impensable que a alguien, por ser de la nobleza, tenga más o diferentes derechos a los que tiene otra persona. Pero ocurre.
Iñaki Urdangarín ha sido condenado a prisión, pero seguramente no como lo serías tú. Ha pasado todo el tiempo de espera hasta la fecha de juicio fuera de nuestras fronteras, sin que nadie le reclame, llevando una vida normal. Sin prisión preventiva, sin devolver nada. Él va a la cárcel, sí, pero de todo el territorio opta por aquella que más le gusta. Una cárcel de mujeres donde estará completamente sólo. Una en la que no se mezcle con nadie. Sin más reclusos, sin nadie que le vea, sin nadie que le moleste.
¿Qué más da si hay quién considera que estás recibiendo un trato de favor? Tú lo mereces, porque aunque naciste plebeyo el destino te alzó a los cielos de la nobleza.
Si violaste, o agrediste sexualmente como dicen ahora, a una chica con tus cinco amigos porque era divertido. Si acabaste y te fuiste de fiesta. Si la dejaste sola llorando después de haberle, además robado, tranquilo. Quizás pases un tiempo entre rejas. El justo para conseguir que la maquinaria legal le haga ver a la justicia, allí quieta en su peana, que mereces un trato más leve. Y quedarás libre. Correrás con tu manada en pos del viento, o de otra víctima, ¿por qué no?
 
Porque, ¿qué importa que haya denuncias previas? ¿qué más dan los mensajes de whatsapps? Tú eres un héroe, un sargento, un militar, un teniente, un capitán. Te mereces la libertad aunque se la hayas quitado de por vida a otra persona.
Pero otros no. Otros no pueden elegir. Si eres un chico de un pueblo de Navarra que has cometido un delito, no tienes opciones. No eliges cuándo, ni dónde, ni cómo. Porque eres bulgo y a la justicia no le interesa levantarse la venda y mirarte a los ojos.
Tú no elegirás cárcel, ni habrá libertad para ti. A ti te arrancarán de tu tierra y te juzgarán por delitos que cometieron otros antes de que tu nacieras. Porque no naciste en Huelva, ni en Sevilla, ni en Segovia.
Naciste allí dónde interesa que se mantengan las sombras que tanto daño y dolor han traído a nuestras vidas. Naciste donde la justicia ya no se mide por una balanza, si no por ideas ancladas en el pasado. Y maldecirás el día en el que el destino te regaló a esta tierra, en vez de haberlo hecho a otra sin negativos en la cuenta, sin pasados oscuros.
Si robaste para dar de comer a tus hijos, no verán más allá del dinero. Sin empatía, sin sentimientos. Porque tú eres plebe y nada más. Y maldecirás el día en el que destino te colocó en un estamento estanco y por mucho que luches por subir los peldaños, siempre habrá quién te ate a tu escalón.
La impresión general es que unos casos interesan más que otros y si eres de los segundos poco importa la consecuencia de la decisión judicial.
Unas condenas son disuasorias y otras no. Unos condenados son ejemplarizantes, vienen bien para frenar a las masas y otros no. Y dependiendo en cuál te encuentres convendrá aplicarte el peso más insoportable de la justicia o únicamente darte un toque de atención.
En los últimos meses ha habido muchas vendas que han volado de los ojos de quienes las mantenían ahí, cerrándolos. Hay quienes han despertado a una realidad que es tan antigua como el mismo mundo, pero que, precisamente por su antigüedad no nos atrevíamos a contrariar.
Centenares de mujeres han abarrotado las ciudades gritando para conservar el derecho a seguir vivas, a no vivir en un coto de caza, condenadas a ser presa de cualquiera. Han recorrido las calles miles de personas gritando para que, si eres un chico de Navarra, tengas los mismos derechos que si naciste en Oviedo.
Y aún así hay quien me dice que no hable de ello. Que no me meta en estos jardines, que es mejor callar que hablar. Y yo, que he crecido con un nudo en la garganta escribo con miedo, publico con tiento y espero lo peor. Pero lo hago.
Porque soy consciente de que hay miles de realidades que debemos aceptar. Miles de escalones sociales que asumimos que no podremos escalar. Pero ya es hora de negarnos a acatar la idea de que como la justicia nunca ha sido igual para todos, debe seguir siendo así.
Quiero un mundo en el que poder gritar, poder hablar, poder opinar y, sobre todo, poder pensar. Nuestro silencio nos hace cómplices de tantas cosas que quizás nunca lleguemos a pagar el precio de todo lo que le debemos al mundo, pero si hay que liquidar la cuenta mejor empezar hoy.
La justicia necesita a las personas para que la instauren. Y las personas necesitan igualdad.
 
Descartemos la idea de la conveniencia de la justicia. La legalidad no debe ser conveniente, debe ser imparcial, proporcional y equitativa. Y si no lo es, es nuestra obligación hacer que eso cambie.
Empezando hoy.