La crisis laboral ha afectado duramente a una gran parte del tejido empresarial de nuestro país, eso es un hecho. Lo que no sé si está tan claro y es tan razonable es el comportamiento de muchas compañías desde que comenzó la crisis hasta hoy.

Cada día nos levantamos con un café aderezado de malas noticias: cierres de compañías, EREs aprobados, despidos en masa, aumento de las listas del paro. Creo firmemente que hay un gran componente de dificultades empresariales, pero también creo que hay otro que no lo es.

Seguramente no es políticamente correcto hablar de esto y cuento con ser malinterpretada y juzgada. Sin embargo, voy a hacerlo porque creo que es necesario y porque hace mucho que quiero plasmar en letras los pensamientos que me atormentan mentalmente (algo de terapia, quizás).

Así y todo, quiero dejar claro que reconozco que no todas las personas se encuentran, afortunadamente, en esta situación laboral, pero sí son muchas las que creo que se sentirán identificadas.

Por una parte, mirando a aquell@s que ostentan orgullos@s (no es para menos!) el  título de trabajador, observamos como sufren a diario una situación de degradación sistemática de sus ingresos, de sus jornadas laborales y de su dignidad misma.

Hablo de dignidad porque si bien es cierto que en estos últimos años los trabajadores hemos perdido derechos laborales, lo que más hemos perdido es dignidad.

Ya no sirve tener un empleo para garantizarnos una vida económicamente independiente, ni llevar años en una empresa porque el miedo a ser despedidos atenaza los músculos y cierra la boca.

El temor es el arma más fuerte con la que cuenta el empresario. El temor a perder el reducto de estado del bienestar, si se puede llamar así a sueldos irrisorios y condiciones precarias, mantiene a la masa callada y hacendosa. Lo saben bien y se aprovechan de ello. Y lo peor es que se lo permitimos.

Por otra parte, dedicando una mirada a las personas desempleadas nos encontramos con ofertas laborales con condiciones denigrantes, humillantes y totalmente impunes.

No voy a entrar en que una persona con estudios superiores degrade sus expectativas laborales y trabaje en hostelería, porque ni siquiera me parece ya la peor de las circunstancias. Considero que un país debería explotar el capital humano con el que cuenta, permitiéndole desarrollarse en aquellas áreas en las que puede aportar lo mejor de sí mismo; pero tristemente eso es una utopía.

Me refiero a esas empresas que ofertan empleos cualificados, con idiomas, masters y experiencia disfrazándolos de becas, de prácticas o simplemente ofreciendo salarios que no sólo no están acorde con la labor a realizar, sino con ningún trabajo digno.

Más allá del dinero

Aparcando el tema económico, tanto los trabajadores como los desempleados nos enfrentamos a otra realidad quizás peor que la capacidad económica: el sentimiento de ganado. Puede que no sea el mejor modo de definirlo, pero es lo que se me viene a la mente cuando pienso en la situación de muchas personas al acudir a las entrevistas de trabajo o apuntándose a ofertas varias.

Cientos de emails enviados que acaban en la papelera, candidaturas descartadas a los dos minutos de haber aplicado, cero respuestas, cero empatía. Entrevistas a las que acudir con tus recursos que se cancelan, se retrasan, duran dos minutos o sólo valen para llenar un expediente. Llamadas que nunca llegan después de asegurar que llegarán, sentimiento constante de ser un peón balanceado por un tablero sin capacidad de movimiento, sin esperanza ninguna en que alguien se fije en nosotr@s. Y callad@s, y aguantando, y content@s de haber sido preseleccionad@s.

En el caso de las personas activas, esa sensación se materializa en no poner opinar, en cumplir sus horas de trabajo sin pensar excesivamente, sin juzgar los métodos productivos, sin destacar. (lee aquí más sobre ésto)

Obedeciendo órdenes que a veces hace años que han dejado de tener sentido y no pudiendo exponer sus ideas en ningún caso, por mucho que ellas pudieran suponer un incremento de ingresos o una disminución de gastos. El obrero no piensa, no sabe. El obrero obedece.

Falta de memoria

Hemos perdido nuestra propia voz, nuestra propia opinión porque nos han dicho que no debemos tenerla. No podemos permitirnos rechazar un empleo tras otro esperando aquel en el que seamos valorados, no debemos quejarnos de las condiciones laborales por lo mucho que se ha ensanchado la puerta de salida y lo mucho que se ha reducido la de entrada en el mercado laboral.

No somos respetados como la base de una pirámide que hace que todo funcione. Sin trabajadores ninguna empresa sería rentable ya que son la fuerza motriz de todo sistema capitalista. Pero nosotros lo hemos olvidado y otros se aseguran de que nunca lo recordemos.

Acudimos a las entrevistas con miedo de que se nos escape otra oportunidad, aceptando lo inaceptable con tal de volver a un mercado tan precarizado que enriquece a unos pocos empobreciendo al resto.

Vivimos en una sociedad, amparada por una clase política que lo facilita, que nos dice que con menos de 30 años somos caramelitos para las empresas, que a partir de los 30 nos convertimos en juguetes rotos y que al llegar a los 45 o 50 no hay hueco para nuestra experiencia.

Pasamos los días con miedo, sin esperanzas, porque otros nos han dicho lo que debemos pensar de nosotros mismos. Porque aquellos que no mueven ningún mercado nos obligan a aceptar condiciones que ellos ni siquiera se plantearían. Hemos perdido lo que tantos años de lucha ha costado conseguir, hemos dejado que nos arrebaten aquello por lo que otros se pelearon hasta la extenuación: la dignidad.

Somos ganado en manos de un granjero que nos utiliza a su voluntad, desprendiéndose de nosotr@s cuando tenemos criterio o demasiados años de labranza a las espaldas.

Haciendo equilibrios

Nadie va a cambiar la situación si no lo hacemos nosotros. Podemos quejarnos cada mañana, mojando las penas en el café pero nada va a mejorar, nada mientras no dejemos de callarnos, de aceptar, de agradecer cada oportunidad laboral por precaria que sea como agua en el desierto.

Soy consciente de la situación de muchas familias que necesitan cada ingreso por pequeño que sea, pero mientras un@s aceptan esas condiciones, otr@s se niegan luchando solos en una guerra cuyo beneficio sería global.

Nos encontramos en un falso y frágil equilibrio, que se mantiene únicamente por la creencia de una de las partes de su incapacidad para retirar la roca que lo sostiene, pero que no es eterno ni estable.

No se habla de él, no se cuestiona su eficiencia, se obvian las realidades que cada persona afronta cada día, en su trabajo o en su carencia de él. Se ha convertido en algo tan habitual, tan normalizado que no es noticia. Es ya el regusto vital de una sociedad que asume como normal lo que nunca lo ha sido. Y ahí, en ese punto exacto, subyace el verdadero peligro.

«Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos.»
José Ingenieros