¿Has puesto alguna vez una alarma anual en el móvil? Yo sí.

Hago que mi agenda me repita cada año los cumpleaños o eventos importantes.

No sé si a ti te ha ocurrido, pero alguna vez mi agenda me ha recordado el día de nacimiento de alguien que eligió una vida lejos de mí. O que ya no está.

Hoy es el Día Internacional de la Felicidad. Supongo que se eligió el día de hoy porque llegaba el buen tiempo, los días se hacían más largos y las sonrisas se volvían contagiosas.

Sí, hoy, séptimo día de confinamiento en España y en medio de una pandemia a nivel mundial. Resulta este año tan irónico, como triste.

Nunca pensé, cuando introduje esa anotación en mi móvil, que esa persona se iría de mi lado. No se me pasó por la cabeza que alguna vez dejaría de llamarla para cantarle o que mi WhatsApp con meme incluido, estaría de más.

Nunca pensamos que estaríamos hoy como estamos. Que 2020 nos cambiaría la perspectiva vital, que podría ocurrir algo que le robaría la sonrisa a todo un planeta y cambiaría para siempre mil conceptos y millones de vidas.

Pero aquí estamos, descubriendo que la vida da la vuelta en un segundo, que todo puede desaparecer de un plumazo y que la felicidad es muchas cosas.

Habíamos olvidado que el saludo de un vecino podía iluminarnos el día, que escuchar música desde otra ventana nos arrancaría una sonrisa o que ayudar a otros sentara tan bien.

Resulta increíble que haya tenido que llegar un virus arrasador para abrirnos los ojos y darnos cuenta de esa parte de nosotros, que ya no recordábamos.

El coronavirus ha frenado nuestras vidas, pero ha activado todo lo demás.

Han vuelto los juegos de mesa, las timbas improvisadas, los bailes en el salón. Se multiplican las videollamadas, se valoran los abrazos y se echa de menos la piel.

Corríamos tanto. Pensábamos tanto. Calculábamos tanto. Dejamos de sentir, de respirar, de observar.

Ahora vemos porque nos paramos a mirar, sentimos porque volvemos a empatizar y descubrimos que la felicidad nunca estuvo en esa cerveza, ni en esos bailes en un bar, ni en las sábanas compartidas.

La felicidad se escondía en quién estaba a nuestro lado. En pisar la arena. O la hierba. En dejar que el sol te quemase la nariz. En ese viento feroz que me enreda los rizos. En esa llamada porque ‘necesito hablar, baja’. En entrelazar los dedos.

Era felicidad ese paseo en solitario para reordenarme, ese café compartido, ese encuentro que no esperaba y el beso que nos quedó por dar.

Perdí muchas de esas cosas antes del coronavirus, pero es ahora, que el mundo entero lo ha perdido conmigo, que soy capaz de ver.

Y ahora que nada de eso existe, que ha desaparecido del horizonte, descubro que la felicidad no se ha esfumado. Y la vuelvo a descubrir.

La encuentro en esa chica que me ve desde su ventana, me sonríe y canta conmigo, porque sabe que estoy triste.

La veo en esa vecina que vive sola y que se siente arropada cuando salimos a aplaudir. En esas locas de mi calle que gritan BINGO, y aunque no las veo me hacen reír a carcajadas. En qué en mi casa siga oliendo a café.

Anida en esos WhatsApp que suenan sin parar en mi teléfono de gente que me quiere. A la que quiero.

Asoma en los juegos inventados por mis primas, en los vídeos reenviados mil veces, en los ánimos compartidos.

Está en poder darle un beso a mi padre en su día y en que mi madre salga conmigo a dar voces en el balcón.

Todos pensando que ser rico era tener dinero y ahora nos hemos dado cuenta de que somos millonarios.

Si nos hubiéramos mirado antes a los ojos. Si hubiésemos dejado de colocarnos tanto peso en los hombros, podríamos haber levantado la mirada.

Entonces nos hubiéramos dado cuenta de que no hace falta un día internacional de la felicidad, porque ser feliz es una elección.

Y yo, que lo descubrí hace 24 años tras morirme en un hospital, saturado hoy por el coronavirus, no debí permitirme olvidar dónde está realmente la felicidad.

Me prometí entonces, recordar lo aprendido, grabarlo a fuego. Que solo hay un lugar donde está la felicidad: en mi mirada hacia el mundo y en mi actitud hacia todo lo que me rodea.

En cambio se me escapó el recuerdo y volví a perderme en busca de una dicha ficticia.

Por eso hoy, en medio de una pandemia mundial, confinada por séptimo día y sufriendo por la situación, decido honrar el título que le dimos a este día.

Voy a observar la calle, sonreír a quien me vea, cantar a voz en grito, aplaudir hasta que me duelan las manos, quedarme en casa, hacer ejercicio, ayudar a quien me necesite, meditar, llorar, reír,… VIVIR.

Porque tal como decía Guillaume Apollinaire:

De vez en cuando es bueno hacer una pausa en nuestra búsqueda de la felicidad y simplemente ser feliz.

Así que dejaré que sea la felicidad quién me encuentre.