Mirando atrás me hago consciente de la cantidad de cosas que he aprendido. Lo hago hoy, aprovechando que acabo de cumplir los 35 años, porque creo que es de extrema importancia conocer el camino del que venimos y el por qué de las decisiones que hemos tomado para poder modelar el futuro a nuestro gusto.

Podría hacer una lista interminable de todo lo aprendido en mi camino, podría hacer una o mil comparaciones sobre lo que pensaba hace cinco años y lo que pienso hoy, o sobre cómo era en mi adolescencia y cómo soy en este 2017.

He hablado de soslayo sobre este tema en un post anterior y hoy creo que es importante ahondar en ello para que reacciones, para darte ese toque que creo que tú y la sociedad en la que vivimos necesitáis.

Antes de cumplir los 14 años, recibí un fuerte revés que no esperaba mientras me encontraba en el ring de la vida pensando que nada podía herirme. Un día en familia acabó con un accidente de tráfico del que todos mis acompañantes resultaron ilesos. Yo no.

Un traumatismo craneoencefálico, de esos que tanto aparecen en las series de médicos, un especialista que no consideró necesario realizarme un escáner y una parada cardíaca. Punto. Ahí se acaba el mundo, se acaba el viaje, se llena de maleza el camino y se hace intransitable. No hay  más pasos que dar, en una habitación blanca de un hospital tan aséptica que nada tiene que ver contigo, respiras sin saber que es la última vez.

Médicos y enfermeros corriendo por los pasillos, máquinas imposibles conectadas a tu cuerpo, desfibriladores de horrible ruido contra tu pecho. Pero tú no estás. No vuelves.

Miles de lágrimas en un pasillo vacío, oraciones susurradas, ruegos entre dientes y de repente la vida decide darte otra oportunidad. A ti que no eres nadie, que ni siquiera sabes si te lo mereces, pero aquí estás. De vuelta.

Sin embargo para algunos nada es nunca tan sencillo. Un mes en coma, atada a unas máquinas que controlan cada una de  tus constantes, pinchazos por todo el cuerpo para que nada haga peligrar ese filo hilo que te mantiene atada a una vida que se dibuja efímera. Sin luces blancas al final del túnel, sin familiares que te reciban en las puertas del paraíso. Sólo la nada más absoluta, el frío más gélido, la inconsciencia más brutal.

Tus visitas son ojos hinchados que aprietan tu mano, sonrisas fingidas a tu lado y mareas de lágrimas tras el cristal. Pasa el tiempo entre llamadas inesperadas a media noche, cientos de empeoramientos y ese miedo que contrae el alma. Creamos nuestras vida edificándolas lo más sólidamente que podemos y, de pronto un día, descubrimos que son tan frágiles como un castillo de naipes balanceado por el viento.

Más de 30 días después se abren los ojos y con ellos vuelven a latir todos los corazones que se habían parado esperando un milagro y ahí, en ese instante, comienza el camino.

El camino de cada persona es único como lo es ella misma. Aunque hubiéramos nacido idénticos nuestras circunstancias y vivencias nos alejarían de la senda de los demás.

Mi camino comenzó allí. Lo había iniciado 13 años antes pero, mirando hacia atrás, sé que esa primera etapa fue sólo el calentamiento, la preparación para lo que vino después.

Sin poder hablar, andar, comer, reírme ni quedarme quieta en una silla, tuve que aprenderlo todo y mucho más. Sin preparación, sin anestesia, de golpe, como un puñetazo que te da una persona de la que nunca te lo esperarías, descubrí lo más importante que podía extraer de aquella experiencia.

No somos eternos, estamos aquí de paso. Nuestras existencias son sólo una mota de polvo en un mundo que lleva más de cuatro mil millones de años girando, a una velocidad tan vertiginosa que no somos capaces ni de asimilar. Puedes elegir hoy como pasar esta etapa que es la vida o dejar que decidan por ti.

Yo aprendí de la manera más dura posible pero lo hice, y ahora mismo no cambiaría por nada aquella experiencia. Soy quién soy por aquello que he vivido, pienso como pienso, siento como siento y actúo como lo hago gracias a que aprendí en aquel momento mucho más de lo que podría aprender en una vida entera.

Es en el momento en el que te haces consciente de tu propia muerte en el que la vida cobra un sentido inesperado. La guerra por la supervivencia deja de serlo, no hay enemigos en este campo de batalla hay personas, situaciones y circunstancias a superar. Pero si hay alguien a quién debas batir en cada asalto, a quién ganarle o no es cuestión de vida o muerte es a ti mismo.

Cuando comprendas que todas las cosas buenas de la vida se consiguen y se aman gracias a los otros, que compartir es siempre mejor que competir, que tu único enemigo eres tú mismo y que debes batir en duelo a esa parte de ti que te limita, habrás llegado a la clave para avanzar.

Nada se logra viviendo una vida de egoísmo pero qué grandes son los logros que se consiguen cooperando. Hay un punto de egoísmo sano, que te mantiene a salvo pero pasado ese punto todo es negativo.

Nos autodestruimos con el egoísmo, con la venganza, con el afán de competir con aquellos con quienes deberíamos colaborar y crecer. He conocido muchas personas que pasan sus vidas en una guerra constante contra el resto del mundo, viendo enemigos y peleas que ganar en cada rincón del camino y todas tienen algo en común: carecen de ese brillo en los ojos, de esa vibración especial, de esa felicidad innata que desprenden otras personas.

La única esperanza para nuestra sociedad está en ser capaces de ayudar al prójimo desinteresadamente, en dejarnos ayudar por él, en parar ya de mirar nuestro ombligo pensando que es el centro de la existencia de todos los seres de nuestro planeta.

Hasta los árboles más fuertes comparten sus raíces para crecer, creando una red invisible de cooperación que les ayuda a mantenerse anclados al suelo y firmes. No podrían hacerlo solos, por eso su herencia genética les enseñó a vencer uniéndose.

Puedes comenzar hoy o decidir no hacerlo. Eres libre de elegir tu camino pero no olvides que la vida es sabia, la naturaleza vital se protege a sí misma enseñándonos aquello que debemos aprender para convivir con una realidad que existe mucho antes de que tú llegaras a este mundo, y que continuará después de que te hayas ido.

Aprenderás. Siempre lo hacemos, sólo que tú decides cómo. Puedes comenzar a vaciarte de ti mismo, a mirar a los demás a los ojos, a llenarte de lo que otros te ofrecen y darles aquello que tú eres, o puedes esperar. Porque, amig@ mí@, lo creas o no de uno u otro modo, aprenderás.