Navegando por la red podemos encontrar miles de posts que explican qué hacer con tu blog en vacaciones.
Muchos mantienen que hay que continuar con él en verano, que es buen momento para generar contenidos, ahora que muchos dejan de publicar.
Otros, prefieren preparar posts y dejarlos programados para que su audiencia no note su ausencia, aunque en realidad quién está tras la pantalla no sea el autor.
Nunca he sido muy dada a seguir consejos. Me gusta recibirlos, los escucho, los sopeso, pero siempre que tomo una decisión lo hago por convicción propia.
El año pasado, decidí parar. Mi salud me lo pedía, mi traicionero cerebro necesitaba un stop y se lo dí.
Descubrí que no pasaba absolutamente nada por desaparecer, por poner tierra de por medio y decidir volar, en vez de continuar atándome a una presencia online que ni me apetecía ni vivía como debería.
Desde ese agosto y hasta hoy, me he permitido pequeños ‘pauses‘ en mis publicaciones. Parones que me han servido para hacer aquello que considero más urgente que ningún otro fin en mi existencia: vivir.
Cuentan que un sabio dijo que si elegías un trabajo que amases, no tendrías que trabajar ningún día de tu vida. Y encierra cierta verdad, pero no es una certeza absoluta.
En nuestro mundo, intrínsecamente capitalista, necesitamos el dinero para mantener el ritmo de vida que nos imponemos. Y, mientras soñamos con la lotería, nos conformamos con que el trabajo que desempeñamos nos dé para vivir y disfrutar a sorbitos.
Por mucho que te encante lo que haces, no engañemos a nadie, también quieres parar, desconectar y tumbarte a ver la vida pasar. Y si es en una playa, con un cóctel, mejor que en una cárcel de asfalto y cemento.
Ojalá seas tan feliz en tu rutina que las vacaciones te pillen de sorpresa, sin esperarlas ni desearlas ávidamente. Pero si no es así, tampoco es el fin del mundo. Hay que tener obligaciones para poder disfrutar cuando llega el momento de soltar amarras y, simplemente, gozar de los placeres de la vida.
Por eso hoy me voy. Apago luces, pantallas y dejo las cargas fuera de la mochila. Me llevo lo justo, las ganas, la sonrisa y la compañía de los míos.
Porque las vacaciones son eso. Abandonar las obligaciones que durante el año no nos dejan pararnos a ver, a escuchar lo que nos grita nuestra mente. Mantener el ritmo no es ya una opción para mi, porque si no paro yo, me parará mi cuerpo.
Lo ha hecho antes y lo volvería a hacer.
Ahora no necesito más que el mar, la tierra. Esa que tira de mi, aunque me escape, me aleje o ponga miles de mares de por medio.
Puedo pasar años alejada de Galicia, pero siempre vuelvo a ella. A ese lugar donde confluyen el océano y el mar cantábrico. A la magia de sus ríos, el sonido de su nordeste y la chaquetita por las noches.
Ese paraíso donde miras por la ventana y mientras no llueva, «vale pa playa», donde cada rincón cuenta mil historias de mi pasado, donde en cada paso se agolpan millones de recuerdos.
Por todo eso, y por mucho más, esta semana me escapo para encontrarme. A mi misma y a los demás.
A esos otros ojos que son mi faro siempre que todo se nubla y cuesta colocar el foco. Esos que entienden que, mientras me miran, los míos están clavados en una pantalla, afanados en un texto o en búsqueda de cualquier imagen.
Se lo debo.
Me lo debo.
Nos vemos en septiembre.