Muchas cosas han cambiado desde la última vez que escribí en este blog. Tiempo de cambios laborales (a peor, seguramente), de disyuntivas emocionales que no acaban como esperas, de lágrimas secas en el rostro, de corazones endurecidos, de crisis, de falta de dinero, de suicidios como última manera de protesta.

Desde que dejé de escribir hasta ahora, la crisis económica ha empeorado, las familias se ahogan en lo que antes era su lugar de paz y ahora es el motivo de sus más profundos temores, los niños no se alimentan correctamente por la falta de empleo e ingresos de sus progenitores. La gente protesta en la calle, sin nada que perder y se les niega el derecho a gritar. Dicen los expertos que el derecho a la pataleta es algo que todo niño debe tener cuando considera que se está teniendo con él un trato injusto. Los adultos carecemos de la imaginación de los niños, de la capacidad de crear en nuestra mente un mundo mejor, de la posibilidad de soñar aún cuando todo a nuestro alrededor se parece más a una pesadilla. Y, ahora tampoco poseemos el derecho innato a quejarnos.

Desde que comenzó la crisis económica, me he preguntado por qué con la cantidad de parados que no cesa de aumentar, los embargos por parte de los bancos de pisos que sólo les suponen gastos, la incapacidad de los jóvenes de acceder al mercado laboral y mucho menos a una vivienda, la población permanecía silenciosa. Comprendo que la empatía ya no tiene hueco en una sociedad individualista, escarmentada de cualquier sentimiento humano que no nos afecte directamente, sin embargo no deja de sorprenderme que la «muchedumbre» no reaccione.

Nos suben los impuestos y callamos. Nos bajan los sueldos y callamos. Cierran empresas que dan beneficios, con el beneplácito de un gobierno que aprueba sus EREs y callamos. Leemos como una persona se suicida por no poder pagar su piso, como una madre se desmaya en plena calle por llevar días sin comer para que lo haga su hija y no se nos pone el pelo de punta. A mí sí.

Tengo el maldito don de la empatía, del sufrimiento por lo propio y lo ajeno. No hablo de un sufrimiento que mortifique mi existencia, pero sí como para llorar ante un gesto de un vecino que le lleva tuppers a otro que no tiene qué comer, ante un reportaje sobre niños que sólo pueden hacer una comida al día. Veo más allá.

Veo la vergüenza en las manos del vecino que acepta lo que le dan, veo en sus ojos el recuerdo de cuando era él quién tenía de sobra, veo el sufrimiento de unos padres que gastan cada céntimo en un comedor que no pueden pagar, para que sus hijos coman caliente una vez al día. Puedo sentir el apuro de un empresario venido tan a menos que ya no es nada, entrando en un comedor social o en un albergue donde le dejen pasar la noche.

Puedo sentir el desconsuelo de la familia de una persona enferma para cuyo tratamiento no hay dinero, al que le recortan la vida a golpe de presupuesto. Puedo sentir el agobio que se siente en el estómago cuando no sabes cómo pagarás tus deudas con unos ingresos paupérrimos, el miedo que te agarrota el alma al agotarse la prestación por desempleo sin haber recibido una llamada. No todo el mundo puede, pero sé que aún hay personas que saben ponerse en la piel del compañero y luchar no por él, sino a su lado. No sólo importa que bajen los ingresos y aumenten los gastos, lo que importa es que las tijeras están entrando en el terreno de la dignidad de todo ser humano. Aquellos que recortan, verdes o amarillos sin distinciones que lo mismo me dan las banderas y las siglas, se olvidan de sí mismos, de lo que ellos podrían hacer. Se creen más merecedores de un sueldo vitalicio que el minero que lleva 30 años de residuos en sus pulmones, más que el ejecutivo que decidió ser honesto, que el directivo que se bajó el sueldo para que ningún empleado a su cargo fuera despedido.

Yo no me olvido de ustedes. De los que hoy, tienen la suerte de tener un empleo, o una familia, un apoyo y un sustento para dormir sabiendo que el día siguiente volverán a comer y a dormir. Pero tampoco de ustedes que mañana perderán sus casas, que duermen con miedo de un desalojo, que luchan por sus familias, que pelean por un futuro mejor para sus hijos y que salen a la calle. Y no les olvido porque, para mí, si señores ustedes y yo tenemos todo el derecho que nos de la gana a la pataleta.