Desde hace ya muchos años la información ha perdido todo límite. Lo ha perdido desde que las redes sociales se han convertido en medios de comunicación improvisados, dónde cualquier persona puede compartir información sin trabas. Y el caso de Gabriel ha sido un ejemplo de ello.

La deontología es sólo una palabra reconocida por la RAE, pero cuya aplicación ha desaparecido casi totalmente. Los medios de comunicación saben que las RRSS son una gran competencia por la inmediatez, por la cantidad de contenidos que se vierten. Son contenidos sin verificar, sin filtro, sin medida pero están ahí y se convierten en ciertos sólo por el hecho de existir.

La competencia es tan feroz que se ha comenzado a aplicar la teoría de «si no puedes con ellos, únete» y así hemos conseguido llenarnos de sensacionalismo, de morbo y de un tipo de información cada vez más centrada en un público que reclama lo que nunca debería dársele.

Ha habido en este caso como en tantos otros periodismo del bueno, del de verdad. De ese que camina a pie de calle, que informa, que cuenta, que contrasta. Pero también del otro, del malo, del falso. Ese que llena páginas de morbo, de amarillismo y que está tan presente en nuestros días.

Gabriel era un niño como tanto otros niños. Un niño con sus problemas y sus alegrías, con sus juegos y sus peleas. Nunca le hubiéramos conocido si no fuera por lo que la mano de una asesina decidió hacerle a su destino. Es atroz, es incomprensible, es doloroso y muchos otros adjetivos.

La muerte de un niño es siempre un sinsentido, siempre se rompe algo en las entrañas cuando una vida es segada del modo en el que lo ha sido la de Gabriel.

Me importa y mucho, me duele y mucho, siento una gran impotencia. Sí. Pero todo lo demás me da igual.

Me da igual que la persona que destrozó la vida que tenía por delante sea negra, blanca o verde. No me importa si es inmigrante o tiene unas raíces tan profundas que se anclan en suelo español desde el origen de los tiempos.

No me interesa saber si ejerció la prostitución o la abogacía, ni tampoco si tuvo que robar para comer cuando su situación económica se fue complicando. Me da igual si se casó cuatro veces o dieciséis, ni si se divorció por dinero.

No es nada de todo eso lo que la convierte en mejor ni en peor. Es una asesina confesa y eso no va ni en el color, ni en el pasaporte.

Investigar y contarnos todo lo que ha vivido, todo por lo que ha pasado es sólo un intento de sumar. Sumar morbo, sumar odio. Tratar de sacar lo peor del ser humano que consume esos contenidos, únicamente por rascar unos puntos más de share, mientras se hurga en el dolor de una familia.

Ahora buscan a su hija biológica. Una mujer que, hasta donde sabemos, sólo es culpable de cargar con la losa por ser hija de quién es. Una persona que ha construido su vida lejos de ella, pero da igual. Si soplando destruyen la existencia que tanto le ha costado edificar no importa, porque la audiencia es más importante que cualquier vida. Las cuotas de pantalla justifican los medios, el fin y todos los restos de existencia que se dejen en las cunetas. 

Porque se irán, como lo han hecho siempre. Gabriel será un alma más en una hemeroteca. Ana Julia se convertirá en una presa más entre miles de presas. Todo lo que les rodea se transformará en un cementerio de juguetes rotos a los que nunca más dedicar una mirada.

Pero sus vidas, las de aquellos que hoy les ayudan a sumar puntos, no acaban ahí. Nadie desaparece porque los focos se apaguen o las luces dejen de alumbrarles.
Habrán cumplido su ciclo como tantos otros lo hicieron antes que ellos, y tantos otros que luchan en soledad sin que las cámaras les encuentren nunca.

Porque hay otros niños como Gabriel que desaparecieron, otras madres que lloran sentadas en las camas de sus hijos suplicando que vuelvan, otros padres que llaman día sí y día también a la policía en busca de nueva información.

Pero a ellos no. A ellos no les señala el dedo de las redes sociales, ni de los medios de comunicación. Por sus hijos no hay manifestaciones, ni gritos, ni búsquedas. Nadie sabe de su existencia, sólo porque aquellos que deberían contárnosla no creen que puedan rentabilizarla.
Sin embargo tú sí. Tú puedes no quedarte sólo con aquello que te cuenten, puedes saber más de lo que quieren que sepas. Puedes marcar los límites que otros han roto. Sólo tienes que querer.
Ahora hay que seguir, sin Gabriel, sin tantos otros niños. Seguir con el dolor y la impotencia porque situaciones así sigan existiendo. Pero nos toca decidir y yo, por todos esos Gabriel, por todas esas Patricia y todos esos Ángel, elijo exigir límites, elijo levantar la mirada de la pantalla y buscar la verdad no dónde me la cuentan, sino donde realmente habita. Abramos los ojos a la realidad.