Desde hace un tiempo me vengo haciendo esta pregunta. En los últimos tiempos he conocido a mucha gente que tiene clarísimos sus objetivos vitales, sabe lo que quiere hacer, el empleo que quiere conseguir y cuánto quiere ganar. Sin embargo, cuando les pregunto por qué ansían lo que dicen desear, se quedan en blanco.

Tener un objetivo en tu carrera profesional y en la personal, es vital para poder llegar lejos, pero tener un motivo es lo que hace que luches por ello «con uñas y dientes«.

Yo sé lo que quiero en la vida, pero sobre todo sé por qué lo quiero. Y al haber ido cambiando mis motivaciones, también han cambiado mis objetivos. Si no hubiera hecho el ejercicio de definir el por qué de mis deseos, no hubiera modificado nunca el rumbo. Quizás lo hubiera obtenido a base de tesón y constancia, pero seguramente no me habría llegado a satisfacer tanto como en mi mente imaginaba.

Cuando acabé la carrera mi objetivo primordial era encontrar trabajo de periodista, a toda costa. Y cuando digo a toda costa, me refiero a aceptar trabajos precarios, impagados y abusivos. Con los años, y después de una ardua reflexión, empecé a trazar en mi mente lo que realmente deseaba en los años que me toque vivir en este planeta (que espero que sean muchos).

Deseo una estabilidad que me permita tener mi independencia vital, deseo un trabajo que me apasione, deseo poder compartir tiempo con mis amig@s reunid@s en una cena, deseo pasar ratos con mi familia, deseo crecer en aprendizajes, deseo conocer personas y llenarme de lo que me pueden enseñar, mientras vuelco en ellas los pocos o muchos conocimientos que poseo. Y lo deseo porque quiero llegar a viejita, mirar hacia atrás y ver que mi vida ha sido plena, que no he sacrificado una parte de mi existencia persiguiendo unos objetivos ilusorios o que requerían tanto de mí, que no me dejaron espacio para nada más.

Por ello salté de la comunicación a los RRHH, no porque desease abandonar el periodismo que es y será siempre mi gran amor, si no por la situación en la que se encontraba mi profesión, saturada de autónomos (Qué bonito suena lo de freelance…), de precariedad y de horarios interminables que no se compensan económicamente. Pero, sobre todo, por la imposibilidad de que me diera la estabilidad que había decidido fijarme como meta.

De los RRHH he pasado en esta última etapa a la gestión de proyectos. Es un área nueva para mí, que desconozco y que me llena de satisfacción porque me permite aprender algo nuevo a diario. Lo descubrí por casualidad, buscando la consecución de mis deseos. No lo esperaba, pero apareció ante mí la posibilidad: un empleo nuevo, en el que aprender, en el que compartir conocimientos, en un puesto que me atraía y en el que poner el alma a diario, a la vez que me deja tiempo para los míos.

Es un empleo que me acerca un poco más a mi objetivo final, sin dejar de lado los motivos que me mueven. No voy a negar que mi fin sería poder volver a la comunicación, y vincular ese área con todos los conocimientos que he ido atesorando como pequeñas piedras preciosas por el camino. Sin embargo, a día de hoy, tendría que sacrificar todos mis por qués y mis metas. Aunque confío en que la rueda se torne benévola y pronto pueda hacer encajar mi vocación con mis objetivos.

Mientras tanto, tengo claro que tener un empleo que te gusta, hace crecer la motivación y aumenta la productividad en las mismas dosis que la felicidad. Sin embargo, desde hace un tiempo, he descubierto que no se trata de que ames lo que haces, sino de ponerle todo tu afán a enamorarte de ello cada día. Cambiar de dirección, probar, experimentar nuevos ámbitos abre tus miras, te enseña, te hace crecer como profesional y como persona.

Si eres capaz de enamorarte de lo que haces, has cumplido gran parte de la meta. ¿Tú lo has conseguido?