Solemos pensar que lo contrario del amor, es el odio. Y viceversa. Pero no. Ambos son caras de la misma moneda, como cada emoción cuenta con su antítesis, que es en realidad una parte de sí misma. Lo opuesto a todas las emociones, es en realidad la carencia de ellas: la indiferencia.

De todos los sentimientos que un ser humano experimenta a lo largo de su existencia, la indiferencia es el que más daño provoca en su entorno, el que mata más despacio y silenciosamente.

La incertidumbre nos asesina, la indiferencia nos deja heridos de muerte.

Se extiende como la pólvora en un mundo globalizado en el que sólo hay sitio para los más rápidos, los más fuertes, los que más escrúpulos pierdan en la carrera. No queda tiempo de pararse a observar, de detener la estampida para ayudar, para inmiscuirse.

Y así se convierten en víctimas aquellos que no pueden correr, los que miraron un segundo atrás y fueron alcanzados por los matones del colegio, por las parejas que los maltratan o los jefes que los humillan.

La indiferencia nos hace cómplices de tantos delitos que si nos hiciéramos conscientes, jamás nos lo perdonaríamos.

Ella es la que consigue que nos inhibamos ante comportamientos de desconocidos que jamás deberíamos observar impávidos, la que hace que no meterse en líos sea la alternativa más lógica, cuando alguien está en apuros. Ella es la que te cuelga al cuello la coraza de «todo me da igual mientras no me toque a mí» al observar situaciones injustas o desproporcionadas.

Pero crecemos así, «no te metas, a ver si te va a salpicar». «Cállate, no te vayan a despedir a ti». «Si ves problemas, sal de ahí.» Maduramos convenciéndonos de que es lo correcto, lo lógico. Huir en vez de enfrentar, mientras no nos toque de cerca. Nos hacemos adultos con imágenes diarias de guerras, muertes, crímenes, asaltos y todo tipo de injusticias, grabando a fuego como normal en nuestro cerebro algo que debería ser motivo de lucha.

Quién se aprovecha de la indiferencia generalizada obtiene unos frutos que sólo cosecha gracias a ese «mejor miro hacia otro lado» que nos han inculcado.

Se valen de ella y se fortalecen, sin consecuencias, sin intervención se convierten en dioses ostentando la verdad absoluta.

Sufrir ante las miradas indiferentes, te empequeñece. La injusticia, la humillación oculta es dolorosa, pero saber que quién te observa se niega a intervenir, que eres tan insignificante que no mereces un salvavidas, ningunea a la víctima hasta el punto en el que llega a culpabilizarse de lo que le sucede.

El indiferente cree que su actitud le protegerá del mundo, del dolor insoportable que se siente cuando haces tuyos sentimientos ajenos. No se inmiscuye por miedo a convertirse en víctima, por la comodidad de seguir corriendo intentando ganarse un puesto en una competición que como raza estamos perdiendo.

Y es cierto. La indiferencia nos protege en ocasiones, pero es tan fina la línea que separa esa indiferencia de frialdad, que la convierte en peligrosa. Se extiende arrancándonos de cuajo los sentimientos que nos humanizan.

No soy una heroína ni pretendo serlo, pero no puedo darme la vuelta y callarme cuando veo a un congénere en apuros. Desde mi infancia, era capaz de desenvainar contra cualquier injusticia sin medir las consecuencias.

La edad templa el carácter, dicen, te hace reflexiva, asienta el sentido común. Pero hay cosas que las velas de cumpleaños no cambian.

Es ahora, cuando me hago más consciente de que vivimos en un mundo sembrado de indiferentes que han conseguido dejar de sentir y padecer, con tal de mantener su status, su puesto de trabajo o cualquier absurdez material sin la que creen no poder sobrevivir. Y de almas sin escrúpulos que hacen de nuestro silencio su arma más voraz.

Hablan los sabios de las vueltas que da el camino, y en esas piruetas del destino quizás un día seas tú quién necesite a los demás. A aquellos que hoy prefieres no mirar.

Si tú fueses el niño acosado, la pareja maltratada, el enfermo que llora pidiendo apoyo, el trabajador vejado por superiores y compañeros, el anciano que pasa años en la soledad impuesta por quienes nunca deberían haberle olvidado. ¿Qué otra salida te brindaría el destino que la intervención de un tercero?

Y llorarías tu mala suerte, mientras es otro el que aparta la mirada cuando se cruza con la tuya.

Cuesta tan poco. Es tan sencillo interceder, ayudar, apoyar. Y aún siendo tan fácil, es increíblemente valioso para quien lo recibe. Es un guiño en una realidad que sólo le depara golpes. Una brisa en el ardor de una batalla sin fin.

He visto tantas veces esas miradas suplicantes que no entiendo como puedes apartar de ellas, no los ojos, si no el alma.

Por eso escribo esto hoy. Hoy que he vuelto a vivir un episodio en el que intervenir cuando miles de personas se inhibieron. Porque me vuelvo a negar a morder es manzana que me otorgue serenidad en un mundo en pleno caos, a cometer el pecado de ignorar lo que deberíamos visibilizar a voz en grito.

No, no quiero comer de la fruta que aunque no es prohibida es el germen del dolor ajeno.

Así que seas mi compañero de trabajo, te cruces conmigo en la calle, te sientes a mi lado en el tren, o encuentres mi mirada entre la multitud, quiero que sepas que puedes contar conmigo.

No hay manzana de pecado original más que la que nos tragamos obligados a golpe de estímulos para aletargarnos.

Ni Eva, ni Blancanieves. Sólo eres tú atribuyendole a otros la responsabilidad de tu indiferencia.

Yo elijo un mundo diferente y, si no existe, intento construirlo. Prefiero hacerme consciente, implicarme, zambullirme hasta el fondo, salga ilesa o herida.

Porque a estas alturas, me equivocaré millones de veces y cometeré cientos de pecados morales, religiosos o ateos.

Pero de lo que estoy segura es que hoy, como ayer, no elijo esa manzana.